domingo, 20 de febrero de 2011

MI GUERRILLERO VIEJO

cuento: Franz Sánchez


El veterano gallo moro ha entonado el amanecer, mis abuelos lo han amarrado con una corta pita junto a la puerta del dormitorio, para saber la hora. Es muy temprano y el frío se escabulle bajo las frazadas. El albugíneo de nubes, que se acomodan para dormitar sobre el pueblo, va levantándose, sin apuros, lentamente.
Mi abuelo se ha sentado sobre la cama y se dispone a rezar, como cada mañana. Luego alista su pantalón, se coloca un chaleco grueso de algodón, y con una boina azulada, cubre su cabeza. Cada movimiento deja percibir una ferviente meticulosidad que se aproxima a un ritual. Lo observo, y aunque no entiendo nada, no dejo de conmoverme cada instante. “Franz, ya, vamos” me dice, con la convicción de haberme despertado.
Entre el “sello” y la “canga”, pasando por el “rayuelo” y el “kiwi”, he olvidado por completo que hoy mi abuelo va de cacería, y además que voy con él. Coge un rifle ya raído, que la noche anterior sumergió en petróleo. Después, enfunde al cuerpo una doble estola llena de cartuchos rojos y recoge del suelo, dos fustes que sujetan una abultada trama de hilo negro, muy fino, pero resistente.
Al final del zaguán nos despide mi desconsolada abuela. He visto sus ojos húmedos, preocupados por mí. No quiero ir. Espero a mi abuelo, deseando que cambie de opinión. Pero él ha determinado otra historia. Entonces finjo ánimo y tomo su mano. Pero de inmediato, él la suelta.
Mi abuelo va adelante con un gesto duro y seco, carga el rifle, los cartuchos, una cantimplora, la malla para pajaritos y una ligera mochila. Yo traigo el jebe, y en mis bolsillos tengo piedras que pretenden hundir mi pantalón.
Aunque no conozco ninguna guerra, más que la del afiche de mi padre, aquél que está pegado en la pared del depósito -un inmenso helicóptero y soldados usando máscaras antigases- hoy me siento en uno de ellas. Un conflicto terrible, y muy enrevesado, el de acercarme a mi abuelo.
Él, da la impresión de ir también a una guerra, pero diferente a la mía. Mi abuelo tiene su propia pugna, encontrarse él mismo después de haberse buscado siempre, en tanto tiempo. Parece vivir su recóndita revolución, su insurrección personal. Estampa al paisaje, la silueta de guerrillero anónimo.
Hemos atravesado la llanura de la campiña. Nunca vi un camino tan iluminado, que ciega los ojos y los sentidos. Me es difícil seguirle el paso, y él no voltea a verme. No sé si escucha mis jadeos, el viento silba en los tímpanos y el polvo rasguña el rostro. Llega al final del collado, otea alrededor y borronea una sonrisa debajo del acantilado de su bigote. “Allá, lejos está” fue lo último que recuerdo haber escuchado.
He visto el pueblo, se parece a un turrón de leche, como los que mi abuela corta sobre la mesa, con lados iguales, cuatro esquinas rectas que delinea con el cuchillo. Me ha dado mucha hambre.
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El sol azota con sañudos latigazos mis hombros y la espalda, deseo recostarme sobre la pampa que hemos divisado. Mi abuelo inicia el descenso. Aún queda duradero itinerario.
Camino sobre brasas. Lejanas vacas al pie de la sombra de los árboles, me recuerdan cuan vulnerable somos ante el cielo.
Pienso una y otra vez cómo hablarle a mi abuelo, que enmudeció desde hace mucho. No se me ocurre nada, y lo que se me pueda ocurrir, de seguro interrumpiría su vehemente marcha.
Su decisión y talante, me han inspirado, a pesar que no tengo aliento, trataré de hablarle. La próxima curva le diré que me gusta pasear con él. No, mejor le preguntaré cuánto falta, pero podría enfadarse. Ya sé. Preguntaré si tiene hambre, luego abriré el bolsillo de la mochila y cogeré el poro-poro que guardó mi abuela, lo partiré en dos mitades. Será un excelente pretexto para entablar diálogo. Eso haré.
Parece haber escuchado mis adentros. Se detiene, y yo voy a decirle que… Un balazo me sacude el cuerpo y atraganta mis palabras. Le ha dado un tiro con increíble acierto. Mi abuelo corre, yo también. Llegamos hasta un enorme pugo de pecho abultado, tendido en el piso. Muere resistiendo su suerte. La cabeza está destrozada y yo he tenido pena. He querido llorar, pero mi abuelo no perdonaría que lo hiciera. “Agárralo” manda. Y así lo hago.
Unos kilómetros más allá, he comido por vez primera una paloma. Mi abuelo improvisó una tienda de campaña e hizo una fogata. Ha sido todo, el almuerzo hizo más mudo nuestro viaje. A esa misma hora imagino los manjares en la mesa de mi abuela.
Llegamos hasta una cruz blanca en la cima de un despeñadero. Mis labios están partidos y resecos. El terreno árido del peñasco muestra a nuestros ojos, dos sombras diferentes que han llegado a la misma meta. Una de ellas desgastada pero de contornos marcados, y la otra acaso nueva, está difuminada. Él y yo parados frente al lugar que mi abuelo no deja de admirar. Siento fuertemente que enorgullezco al veterano. Y un torrente de aire fresco, alivia nuestros rostros lacerados. Ahora sé que no temo a nada, tampoco a nadie.
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Lo he visto bajar por un camino empinado y delgado, no sé si sonríe, pero creo que ha dejado la pesada carga de sus años en aquella cruz de la cima. Quisiera poder decirle que lo quiero y que admiro mucho su carácter. Así lo haré.
Tal vez los dos necesitábamos este viaje, puede ser que mi abuelo pretende acercarse más hacia mi. No lo he comprendido, pero a medida que sigo sus huellas marcadas en el camino, me alegra saberlo. Y no entiendo por qué tantas preguntas revolotean mis pensamientos. He sentido un cosquilleo en el pecho, y lo atribuyo al hecho de sentirme un hombre, que he dejado apenas en un par de kilómetros mi incómoda infancia. Y quién la necesita. No la quiero más conmigo.
Hemos llegado a un lugar, que mi abuelo ha dicho, se llama Huañambra. Me ha pedido, con voz muy grave: “Encárgate de la malla”. Voy de inmediato. Levanto con dificultad los postes de la red. Me he dado cuenta que es larga. Mi abuelo mira la trampa, y luego se acerca. Me ha recomendado que la temple.
Escuché dos disparos, mi abuelo ha cazado unas vizcachas. Es muy buena su puntería, cada vez que oigo el rifle, sé que algún ser vivo acaba de convertirse en alimento. Ya no me apena tanto, sé que el hombre tiene que agenciarse de su entorno para sobrevivir.
Luego de instalada la malla, hemos corrido por los costados, o como dice el viejo, por los “cantos”. Tiramos piedrecillas para asustar a las aves de los árboles y dirigirlas a la trampa.
Han pasado un par de horas, y hemos guardado absoluto silencio, para no espantar las aves y también para no perder la costumbre. Nos acercamos a la red y comenzamos a desprender de los hilos, huanchacos desprevenidos que han llegado a caer en la trampa. Mi abuelo observa cómo recojo los pajaritos. Ha cambiado su rostro y se ha puesto muy serio, se ha dado cuenta que en lugar de desenredar, estoy atando más a los huanchacos con la red. Me puse nervioso al saber que no me saca los ojos de encima. Mis manos se sacuden y la pequeña ave me picotea con furia.
Mi abuelo acaba de gritarme, me ha dicho inútil. Sus palabras me han devuelto, de un tirón, a un estado miserable de mi vida. En verdad me he vuelto torpe y no sé que hacer con la pata atascada del huanchaco, que sigue ensangrentando mis manos. El cielo hace rato se congestionó, nubes amoratadas han aparecido sobre nuestras cabezas. ¡Demonios! No puedo hacer bien el trabajo, mi abuelo sigue gritando, y ahora se aproxima.
He cogido fuerte el pico del huanchaco porque me ha lastimado las manos. Lo he sujetado con mucha rabia. Mi abuelo se ha parado en frente y antes de poder decirme algo. Truena el cielo, y cae un rayo.
El sonido ha sido el peor que escuché en mi vida. Una descomunal fuerza ilumina todo lo que está alrededor. Me he quedado ciego, abracé la red con mucha fuerza, y caí con ella.
Se desata una lluvia de súbito, el viejo tiende su mano para levantarme. Ni siquiera se asustó, está impávido, con la expresión serena. He visto en mi mano como he matado al huanchaco, por el temor del rayo. Ya no le importa a mi abuelo y abandona la red. Se ha dado cuenta que es muy tarde, porque de inmediato alista la retirada.
Tiendo a resbalar, una y otra vez.
Acompaña la huida, el aroma húmedo de la tierra, al mismo tiempo que nuestras ropas empapadas, han mojado nuestro cuerpo.
Se oscurece, no puedo distinguir las sombras que nacen de los zarzales. Pero camino con pundonor. Recuerdo el fogón donde oreábamos nuestras manos, junto al gato tiznado de mi abuela, que ronronea más fuerte, ahora. Alivio mi frío.
Es increíble saber cómo, a veces, cuando premeditas las formas de estrechar más los lazos con alguien que amas mucho, terminas completamente distanciado de la hazaña. La conexión, entonces, tendrá que ver con el fortuito discurrir de circunstancias no planificadas. Mucho tiempo después lo supe.
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Ha dejado de llover. Los claros, derrotados ante la oscuridad, no tienen más remedio que añadir a sus tonos pastel, memorias. Es por esto que los recuerdo, diáfanos.
Avanzamos en la penumbra, sin hablar, envueltos por una suerte de alegría pesada, fatigados, desgarrados pero felices, amargamente felices.
Al borde de la carretera, enrumbamos camino llano. Nuestro andar, muerde piedras y tornase fangoso. En más nada que el silencio, rompe los hilos de nuestra virtuosa calma, un alarido. Parecido a un aullido pero grueso, como de un animal grande, diría bramido pero aquél fue una mezcla de gruñido y gemido, tenebrosamente horrible.
Solo puedo describir el miedo que sentí, como una helada navaja, punzándome finamente la espalda. Helando mi rostro y paralizando cualquier visaje.
El grito, vuelve a golpearnos de espaldas, ahora más intenso, rebota en las peñas y se multiplica por decenas. No pretendo delatar mi temor, es por eso que estrangulo mis dedos, para no sacudirme. El miedo desdobla sus siniestros pliegues, sobre nuestra retaguardia, desde la nuca hasta los pies. No le puedo hallar explicación. Tan pronto espantados, apuramos el trayecto, mi abuelo me toma de la mano, y yo lo siento rígido.
“Nunca te vuelvas hijo, nunca” susurra, su voz le tiembla. Por las sombras no puedo distinguir la expresión de su rostro. Imagino que ha de ser espantosamente serena, con una respuesta improbable ante el temor.
Me tomó de la mano hace mucho, y no sé si lo mojado de los dedos sea producto del miedo mío o suyo. Pero me alivia pensar que le pertenece a medias, que compartimos lo mismo, que lo sentimos los dos.
Nos alumbra una luz como de linterna a unos metros, el fulgor viene dibujando curvas, y en unas dos, la encararemos. De repente en la última curva que vemos de la luz, llegamos a encontrarnos con la nada. Y aquí mi abuelo grita: “Shapingos, qué quieren” “Vengan, porque no les tengo miedo” “Cobardes”.
Estoy seguro que aquellos gritos sacudieron los cerros, y resonaron en el campo, metiendo dentro de sus camas a los pocos curiosos que viven allí.
Mi abuelo me ha enseñado a temer, pero no por mí. A tener miedo de no proteger a quien amo. Que sin saber con quién enfrente, eche pelea. Porque valeroso, no es enfrentar lo conocido sino dar batalla a lo que falta conocer. Y en esa misma esencia, me doy cuenta que sabe él de mi valentía y que aprecia el haber querido conocerlo más. Siempre fue para mí un eterno viejo desconocido. Un auténtico guerrero, que me trajo a salvo para la casa. Y que cuando, sentados en la mesa, abrigados por el calor de mi abuela, bebíamos café molido y comíamos cachangas; cerró un ojo y me guiñó. Esta vez como un eterno niño que ahora conozco.
Lima, miércoles 15 de julio 2009

LA TAHUALPA Y SUS LLANTAS

CUENTO: Franz Sánchez Cueva

Definitivamente, Franz Sánchez deja de ser una promesa para convertirse en una hermosa realidad. Su prosa ágil y moderna dará mucho que hablar en un futuro cercano. CPM se enorgullece de tenerlo en sus filas por la hondura de su crítica y por una línea comprometida con Celendín y su problemática. El cuento “La Tahualpa y sus llantas” pinta el surrealismo cotidiano que se vive en nuestro pueblo, con sus pequeñas luchas por la supervivencia en un estamento al que quizás pocos hacen caso: En el de los cargadores de bultos. (NdlR)

La Tahualpa y sus llantas

Por: Franz Sánchez

En medio del silencio pueblerino. Un pitido alerta a los bribones. Se oye claramente cómo cobra fuerza a medida que se aproxima. Todos han parado la oreja. Nadie respira, ni exhala; y si pudieran contener el latido de sus pechos, seguro que lo harían.
La desértica plaza parece estacionada en el tiempo. Cada vez más cerca, el pitido zumba en los oídos de todos. El ruido de un motor origina murmullos en la esquina. De súbito, alguien grita frenético: ¡La Tahualpa!
Corren todos empujando sus rústicas carretillas. Se precipitan, únicamente guiados por sus instintos. Van a la esquina de la vieja calle Gálvez. Atropellándose, unos y otros, de prisa galopan. La estentórea estampida ha roto la quietud y calma. Un remolino de empellones y zancadillas, enrolla entre las ruedas, cuerpos magullados por decenas. El saldo de aquél rally improvisado, es muy accidentado. Carretas colisionadas, desastilladas, destruidas por pedazos. Quizá sirvan como leña para el chocolate de las seis de la tarde.
Algunos han sacado ventaja desde la partida. Otros han sido rezagados, igual que Rojas.
Rojas, es un hombre de reducida estatura, andar dificultoso; por culpa de su pierna zurda. El hablar, acelerado y confuso se debe a su tartamudez. El carretillero Rojas era siempre el favorito en las apuestas. La simpatía desbordada por sus fanáticos, que se contaban por docenas, conseguía que el carretillero restara importancia a sus limitaciones físicas. Casi siempre terminaba olvidando que una de sus piernas era más corta que la otra. Se lo veía, balancear empeñoso a la meta. Pero a pesar de todo el esfuerzo demandado, nunca pudo seguir el paso a sus contrincantes.
Cuando el bus de la empresa Atahualpa aparecía en la plaza; Rojas se obligaba a tomar un atajo, cortándola por la mitad. Su singular forma de correr, arrancaba las carcajadas de oficinistas de la empresa, familiares que aguardaban por sus pasajeros y curiosos que acudían puntuales a presenciar, efusivos abrazos y llantos con sabor a reencuentro.
La esquina entre Pardo y Comercio, se transformaba en escenario novelesco, de expresiones dramáticas, de encuentros postergados por el tiempo, de perdón por adioses jamás declarados, de lamentaciones por haber dejado el terruño, de lágrimas de tristeza y alegría por el retorno. El ocaso del día, con sus entrañables arreboles incorporaba pinceladas poéticas al frío lienzo de la realidad. Era un lugar de mil y un historias. Los carretilleros, que recibían ansiosos al pasajero para trasladar sus equipajes hacia su destino final; se convertían en mudos testigos de centenares de relatos. Había tanto que contar.
Siempre y a la misma hora, el pueblo se conmocionaba con la llegada de la Atahualpa. Un retraso en la arribada del bus y el pánico se volvía general. No existían taxis. Ni unidades de transporte menor. Tan solo las carretillas. Los carretilleros solucionaban las angustias del fatigado pasajero. De allí que se destaca su importancia. Su papel era fundamental.
Tanta seriedad exigía su labor, que las carretillas, en principio someras; de madera morigerada, de clavos herrumbrosos y retorcidos. Se volvieron auténticas unidades de transporte. Colocaron en ellas, tablones reforzados y resistentes, llantas revestidas con recio jebe. Al extremo, construyeron pequeñas cajitas que llevaban el apodo del conductor o propietario: transportes “el breve”, “el buen cholo”, “el shilico”, “el milamores”. O una frase emblema, para intimidar a la competencia: “Muérete con tu envidia”, “No me odies por ser mejor”, “Que Dios te ayude”. Estas decoraciones en las carretillas, también servían para convencer al pasajero a la hora de escoger su transporte.
La carretilla de Rojas, discretamente decía: “Trazportes Rogas”. Las letras, también rojas, daban la impresión de estar estampadas con las mismas huellas digitales de Rojas. Cualquiera diría ello. Pero quien conocía de su analfabetismo, sabía también que fue socorrido, aunque de mala forma. Socorrido.


La vida siempre confabuló contra Rojas. La cojera, que hacía lento su desplazamiento, y su hablar, por poco indescifrable; lo mandaban de retorno a la lejana casa donde vivía. Con la carretilla vacía, vacío el bolsillo y por qué no, también el corazón. A pesar de todo, la gente ansiaba verlo correr. Era un privilegio la expectación de suceso tal. Un momento único. No podía desapercibirse. Hasta le hacían barra.
Allí están, nuevamente alentándolo, más por chanza que por convicción. Rojas, animado por la batahola, esquiva el montículo desperdigado de cuerpos y carretillas rajadas. Resuelto, respira la nuca del líder, evitando derrengarse corre convencido de alcanzar, por vez primera su meta. Ha exigido al límite sus facultades. Su rostro escarlata supura coraje. El pitido cercano, despeja cualquier duda ¡Es un claxon! No vale estancarse. El motor ruge como un helicóptero; es la Atahualpa. El carretillero líder se detiene. Las llantas de su carretilla, despiden un trazo indeleble en la pista. Rojas lo ha rebasado. Increíblemente, es él ahora, líder indiscutible. A cortos metros de la esquina de Gálvez; Rojas ha detenido su avispada marcha, tras escuchar risotadas. Gira titubeante. Mira a sus émulos derrotados, pero éstos desatan carcajadas y burlas. Ha sido engañado. Cuando lo comprende, observa que un carro destartalado semejante a un escarabajo, cruza la calle con dilación excesiva. No puede creerlo. El sonido no puede provenir de éste escuchimizado vehículo.
Avergonzado y más cojo, retorna. La cabeza clavada en el suelo. Arrastra la pesada carretilla de vuelta a la esquina del Comercio. En esa infame circunstancia; una avalancha humana acaba de sumergirlo dentro del polvo tupido. Todos arrollan a Rojas. Tendido, bajo su carreta, golpeado y muy adolorido recibe pisotones en las manos y en los pies. Extrañamente todos retoman la carrera con dirección a la Gálvez. Aturdido. Le cuesta trabajo incorporarse, después de haber servido como alfombra. Yergue la cabeza y atestigua, el momento preciso en que ingresa la Atahualpa. Enorme, veloz, con gran ferocidad, deja lengüetear el polvo a todos esos oportunistas. Los carretilleros persiguen su rastro alrededor de la plaza. Es en vano. Él observa, maravillado, como todas las veces. El estruendoso rugir de motores engalanan la titánica armazón. Como un furibundo león que persigue a su antílope. Implacable en su marcha. Atraviesa el ayuntamiento. Algunos pedazos de papeles, inoportunos en su camino, han elevado su rumbo. La polvareda a tutiplén amenaza ser tornado. La mágica figura del rostro de Atawallpa, último emperador Inca, se funde con la carrocería; en un bólido impetuoso.
En verdad, la dinastía incaica parece reclamar sus dominios. No es un simple bus, es casi un emisario de la sangre real. Ningún mestizo intenta, siquiera, obstaculizar su paso. Nadie tiene las agallas. Ni siquiera podrían sostener la mirada, frente a la colosal máquina. Pero la vida tiene preparados distintos designios para nosotros. Y traza una etérea línea, a la que pocos atrevidos, pretenden cruzar. Porque no pueden, no quieren o porque no la ven.
Rojas se ha detenido en la esquina. Desertor de una carrera, que sabe, no ganaría. Ha decidido ir a su encuentro, cara a cara. Espera completamente paralizado, con la mirada puesta en los amplios ventanales frontales de la Atahualpa. Ha transpuesto la línea.
La tracalada de carretilleros, tragan humo, pero no se rinden en el intento de traspasar al bus. Están muy cerca. La Atahualpa, juega con ellos, reduce la marcha y deja que sientan por breves periquetes, el sabor de la gloria. Pero luego, aprieta el rumbo y les deja otro sabor, uno que despide el tubo de escape.
Esta rara convicción de los carretilleros, de alcanzar la velocidad del bus. Tiene que ver y mucho con la ilusión de fusionarse, carreta y hombre, en uno sólo. Tomando la idea del hombre como propulsor del movimiento de la nueva aleación.
Cuando creen haber alcanzado la monumental maquinaria. Jadeantes, cuadran sus carretillas. Sin embargo. La Atahualpa, como en vuelta olímpica, subraya su victoria con un giro más, alrededor de la plaza. Y allí van los muchachos, persiguiendo sus ideales, detrás nuevamente.
Rojas, desconcertado cierra los ojos. Y para darse más ánimos, se arrodilla en el piso de la esquina. Sabe que llegó el momento de confrontar a la temible bestia. Emulando, ciertas prácticas salvajes, toma la carreta como un capote. Y grita ¡Aja! La Atahualpa, parece haberlo visto. Arroja humo de sus fauces. Finalmente, embiste. Acelerando.
Toda la envergadura del bus, se aproxima. Rojas, en estado pétreo, aguarda, temiendo lo peor. La gente grita, queriendo indicar la cercanía del carro, pero resulta una confusión de palabras. Empieza un griterío, que enmudece, quizá por el inclemente bramar del bus. Las señas del chulio, piden quitar de en medio al sujeto. La Atahualpa es ahora, una locomotora sin frenos.
Rojas abre los ojos y mira con horror el furioso hocico del bus, ya detenido en sus narices. El chofer, baja descontrolado y lo sujeta del pescuezo. Le increpa, pide explicaciones de tan estúpida acción. Rojas balbucea: ¡Pa, pa, pa!
Los pasajeros, descienden preocupados por el muchacho. Uno de ellos, viste atuendos elegantes, usa un sombrero de ala ancha, el bigote grueso y cano; además lleva unos botines pardos. Se acerca y le pide amablemente al conductor que lo suelte. Mira al paticojo como queriendo comprobar su estado. Rojas expresa inquieto: ¡Pa, pa, pa! El hombre se compadece, mira alrededor y pregunta: ¿Alguien conoce a su padre? Pero los demás carretilleros están más preocupados en llevar los bultos de las personas, y lo ignoran. Sin respuesta, levanta al joven, y oye nuevamente: ¡Pa, pa, pa! Acerca los oídos y escucha la frase completa: ¡Pa, pa…ro, paró! ¡Paró! Lo cual arranca una sonora risa.- Sí muchacho, el carro paró, pero yo, no estaría tan seguro la próxima- sentencia, el hombre.
Descargan muchos paquetes de aquél hombre. El próspero sujeto, mira a Rojas y le dice: -¿Quieres ganarte una propina? – Rojas asiente con la cabeza y alista de inmediato su descompuesta carretilla. Muy a pesar de todo, el día, en su agonía, promete.
El cojo Rojas lleva la carga, que en un par de cuadras, lo ha sofocado. El hombre va adelante. “Apúrate muchacho, en casa me esperan con mi chocolate y mi harina” dice alegre, mientras aligera el paso. Rojas tiene la seguridad de que aquél paisano, le dará una jugosa propina. Sus brazos y pantorrillas opinan lo contrario.
Al cabo de varios minutos. Rojas se percata que están camino a Candelaria. El hombre sigue en frente silbando una vieja tonada, que da la sensación, es un aviso del retorno del hijo pródigo.
Los bultos se mecen al compás del desnivel de piernas. En cualquier momento, la carretilla se inclinará al lado más débil. Rojas teme una volcadura. De golpe. La detiene. No puede más. Está muy pesada. Están muy lejos. Pero se contradice. La vuelve a levantar y cae, a su izquierda. Con la chueca. La imperfecta. Ha tirado todos los bultos al suelo, junto a una acequia.
Los grillos, frotan sus patas provocando un delicioso sonido. Es sin dudas la hora del lonche shilico. Se pueden sentir los aromas en los fogones. La calidez orgullosa del chocolate. La taza llena, humeante y espumosa. El queso terso y saladito. Las rosquillas que se desmoronan, arenosas entre los dientes. Y la harina, que acalla cualquier intentona de conversación. Si hay un momento más propicio para sentirnos eternos shilicos, ésa es la hora del lonchecito.
El hombre espantado, voltea a ver sus equipajes desparramados. Molesto, dice: ¿Pero que clase de servicio es éste? ¡Vamos hombre recoja los bultos, que ya es la hora del lonche! Pero por el contrario, Rojas solamente recoge su carreta y comienza el retorno al pueblo. El furioso señor grita: ¡Oiga! ¿Es usted sordo? ¡Me voy a quejar con la empresa! ¡Les voy a decir que su transporte es una porquería! A lo que Rojas contesta lejano: ¡Si y di dígale también, que que me inflen bien las llantas, las dos por igual! ¡Sino no no llegamos ni, ni a la normal!.